Foto: Splitshire en Pexels |
Llevamos prácticamente dos meses confinados en nuestros hogares. Se dice pronto. Nos quieren hacer creer que la situación va mejorando. Muchos lo creen. Otros desean creerlo. Discrepo de unos y otros. En las noticias se repite cual mantra que caminamos hacia la «nueva normalidad», signifique lo que signifique tal cosa. Digo yo, si esta era la oportunidad que estábamos esperando para construir un nuevo camino, ¿por qué volvimos a hacerlo cuesta arriba? O será que a mí me pesan los pies. A lo largo de estas últimas semanas no he perdido el tiempo, lo juro, aunque sea pecado. No, no me he entregado a la escritura en cuerpo y alma (por si pensabas preguntarlo, amigo lector). Entiendo que tampoco tenía por qué hacerlo. Es más, estoy en contra de dejarse la vida haciendo cosas sin parar; como lo estoy de no hacer nada. Valiente enseñanza viniendo de alguien incapaz de aplicársela. ¿Qué será lo próximo? Es algo que no dejo de preguntarme constantemente. Todo me parece mucho y al mismo tiempo, nada. Cada hora de estudio, de trabajo, de escritura, de programación… merecía el tiempo y el esfuerzo, la ilusión de emprender una tarea con la no menor ilusión (ilusión de certeza, tal vez) de que en algún momento resultará útil y —lo que es más importante— por el simple placer que sentía al hacerlo o, al contrario, por atenuar el sentimiento de culpa que me embarga al procrastinar. Aun así, nunca parece suficiente. Afuera llueve, parece ser que dentro también. Hoy me siento cansado. Debe de ser eso.
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