Monumento al Esperanto, Zaragoza (Foto: Frateco - Asociación Aragonesa de Esperanto) |
No recuerdo con exactitud cuándo comencé a estudiar esperanto. Puede que fuera
en 1997 o 1998 (quizás si rebusco encuentre alguna pista en forma de nota o de
ticket entre algunos de mis libros). Hasta ese momento había oído hablar
alguna cosa, aislada e incorrecta, sobre esta hermosa lengua.
En la biblioteca de La Caixa, en Tarragona, había dos manuales de aprendizaje
muy viejos, que rápidamente pedí prestados y por los que apenas mostré
interés. Hasta que un día leí un anuncio que el sindicato CATAC publicó en el
Diari de Tarragona y en el que se comunicaba que iba a impartirse un curso
introductorio del Idioma Internacional (Internacia Lingvo) en el hospital Joan
XXIII.
En aquel momento de mi vida estaba casi obsesionado por estudiar lenguas
minoritarias (o extrañas, para el caso), así que me fui allí disparado. Fue
entonces cuando conocí no solo la lengua, sino todo el entramado social y
cultural que la sustenta (en verdad, se retroalimentan mutuamente). El
esperanto es todo un mundo, puedo asegurarlo.
En ese curso conocí a Joan Marimon, mi profesor (instruisto), una de las
personas que —sin proponérselo— han influido en mi vida para bien. Siempre le
estaré agradecido por enseñarme la lengua, la cultura, el movimiento
esperantista, la literatura… También por todos esos momentos de conversación
(babilado) en torno a una cerveza en La Cantonada, donde discutíamos sobre
todo lo divino y lo humano, pero en esperanto. Por los libros que me regaló,
por supuesto, todo un detalle para un bibliófilo como el que suscribe. Por la
visita al Muzeo de Esperanto de Subirats. Por la gente que pude conocer:
S-ro Gumà, Hektor Alòs, Joan Inglada… Naturalmente, por su amistad.
Cierta noche me encontré con un conocido en Tarragona y me preguntó qué hacía
por allí, pues soy de un pueblo vecino. Le respondí que iba a clase de
esperanto —sorpresa—. «Eso, ¿para qué sirve?», me preguntó. Tardé algunos segundos en
responder, pero lo hice muy seguro: «Me hace feliz». Paco —así se llamaba— me
contestó: «No llegues tarde».
Han pasado veintidós años de aquello (o veintitrés, a saber). Sigo disfrutando
del esperanto, aunque no con tanta intensidad. Algo leo, nada escribo… pero lo
tengo presente. Lo que más echo de menos, sin duda, es el calor de la amistad
en torno a una cerveza discutiendo en una lengua que hoy es tan mía como el
castellano o el català.
En esa época la vida me hizo otro regalo en forma de idioma: me prendé para siempre del
aragonés, lengua en la que publiqué novela por primera vez y de la que sigo tan enamorado como el primer día. También conocí, gracias a ella, a tantas otras
personas con las que aún mantengo una buena amistad. Pero esa
historia la dejo para otro día.
Bela teksto. Gratulon!
ResponderEliminarDankon pro via afabla komento!
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