Han transcurrido casi 25 años desde que descubrí cierto lugar hermoso, del que me enamoré y al que quedé vinculado para siempre: la ermita de Puigcerver. Tan cercana y tan apartada. Antigua, humilde y al mismo tiempo con el porte de quien ha sobrevivido a tantos siglos con sus avatares. Antaño, refugio de pastores y bandoleros, de frailes y de oportunistas; hogaño, encrucijada de creyentes, mochileros, paseantes de domingo, gourmands ávidos de platos caseros o almas que buscan retiro por unas horas o, con suerte, por unos días. Con un abrazo la Madre acoge a todos por igual. En Puigcerver soñé por vez primera que mi país serían las letras. Allí volví una y otra vez para perderme. Allí volví una y otra vez para encontrarme. Allí l'oncle Roca me retó a traducir las citas latinas de las Apostillas a "El nombre de la Rosa". Allí le cogí gusto al tac-tac de la máquina a plena luz del día y a la pluma en la soledad de la noche bajo la luz de una candela. Allí apenas he vuelto porque tal vez nunca me haya ido. Allí tal vez regrese pronto para ver si mi sueño alguna vez se vio cumplido. Si la ermita me susurra que no, es posible que vuelva a soñar lo mismo.
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