La llamada

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Quien más quien menos, todos la hemos sentido; no para lo mismo ni con la misma intensidad. Tampoco todos hemos respondido de la misma manera.

Creí sentir la llamada de la escritura de muy niño. Al principio respondí con entusiasmo. Con el pasar de los años cuesta mantener viva esa voz que te llama a aislarte y a desnudarte ante una hoja en blanco.

Amo escribir, de eso no hay duda, pero ya no estoy enamorado de la escritura como lo estuve hace algunos años. Las letras y yo vivimos una suerte de matrimonio de conveniencia. Ellas no quieren abandonar la relación y yo… supongo que me he acomodado.

Estoy a punto de embarcarme en mi cuarta obra de teatro. Aún no ha podido estrenarse la tercera por obra y gracia del coronavirus, aunque está todo dispuesto para comenzar con los ensayos en cuanto la situación mejore. Pinta mal, la situación.

Como las tres obras teatrales anteriores, esta última obedece a un encargo. No deja de sorprenderme la insistencia de la escritura por permanecer conmigo. Ella sabe que me gano la vida cual mercenario de la cultura y no ha dudado en usarlo en su propio beneficio.

Debe de pensar que el roce hace el cariño, como reza el aforismo, por más que me muestre esquivo y la evite, pues no hay quien se resista al atractivo de una factura con el poder de solucionar algunos asuntos menos trascendentales que satisfacer los caprichos de las musas.

En mi cajón se amontonan los proyectos. Algunos ya tienen forma y contenido de novela. Otros no han corrido tanta suerte y no han pasado de ser un quiero y no puedo. ¡Cuántas buenas ideas se quedaron por el camino!

Aun así, de tanto en tanto le dedico un arrebato de cariño en forma de poema, aunque no suele ser frecuente. Sin embargo, cuando nuestro amor culmina, sea de la forma que fuere, debo decir, en honor a la verdad, que me siento el autor más feliz y afortunado del mundo.

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