Actualización: Este post fue publicado originalmente el 6 de septiembre de 2020, desde entonces he seguido formándome y practicando. Tenía claro que Amanuense necesitaba una revisión y un lavado de cara para mejorar la usabilidad y la estética del programa. Para ello he añadido una barra de iconos, he modificado ligeramente la regla de caracteres y he incorporado la función de imprimir. Además, he mejorado el código (ahora es más liviano y legible) y he redactado el manual de uso del editor. Conservaré la versión anterior de Amanuense porque me gusta el aire retro, tipo msdos, que tenía el programa. A pesar de los importantes cambios que he realizado, seguro que seguiré mejorando esta sencilla aplicación y —quién sabe— tal vez la incorpore a un nuevo curso de Python4Kids.
En una serie de publicaciones anteriores he abordado diferentes herramientas
de escritura: desde editores minimalistas hasta completos sistemas que nos permiten gestionar todos los aspectos de nuestra creatividad literaria.
En esta ocasión voy a hablaros de algo diferente, pero de algún modo relacionado con todo lo anterior. Esta misma tarde ha visto la luz «Amanuense», un editor de textos minimalista, con las funcionalidades justas y pensado para quienes solo desean concentrarse en la escritura. En realidad, pensado para mí mismo.
Pero no voy a hablar del programa, que no deja de ser uno de tantos, sino de todo lo que hay entre bambalinas, pues yo mismo he programado «Amanuense» usando un regalo de los dioses llamado Python. «¿Y qué pinta un artículo sobre programación en un blog literario?», te preguntarás. Bien, no voy a hablarte de programación exactamente, sino de mí.
Empecé a escribir «en serio» a los 11 años, que yo recuerde, y si lo hice fue con la ilusión de ganar el concurso de redacción del
colegio de ese año. Lo conseguí. Mejor motivación que esa, imposible.
Al terminar el curso, mis padres me regalaron mi primer ordenador como premio por las notas que había sacado. Era un Philips VG8020 MSX que funcionaba con
cintas, se conectaba a un pequeño televisor en blanco y negro e incorporaba
un intérprete de Basic.
Apenas había programas para este ordenador, si exceptuamos juegos (que
tenían una muy buena calidad gráfica y de sonido para la época), pero tuve suerte y encontré un procesador de textos. Aquellas cintas (hice varias copias de «mi tesoro») algunas veces cargaban
el programa y la mayoría de ellas fallaban. Así que no podía confiar en algo tan inestable.
Era la época de las revistas informáticas repletas de páginas y más páginas de código para ejercitar en casa, programas que raramente funcionaban después de copiar centenares de líneas. Revistas que iban de mano en mano y no siempre retornaban. Así eran nuestras redes sociales.
Desde el primer momento quise programar una aplicación que me ayudara a escribir. Ya no me conformaba con un boli y un cuaderno… ¡había descubierto algo mejor!, aunque era incapaz de explicarlo porque… ¡no tenía
impresora ni manera alguna posible de imprimir los textos! Me
contentaba con leerlos en la pantalla.
Supongo que, en el fondo, quería imitar a Doogie Howser, el
protagonista infantil de la serie Un médico precoz, que al término de
cada capítulo se encerraba en su cuarto para escribir un diario en el
ordenador. Poco me importaba (¡como si entonces lo supiera!) que lo suyo fuera un PC con Word Perfect 4.
El caso es que seguí escribiendo y seguí programando. He perdido la cuenta de los programas que hice con el propósito que he comentado antes. Cada vez que lograba que uno funcionara razonablemente bien, enseguida buscaba la manera de mejorarlo y dotarlo de más funciones. No siempre lo conseguía y no pocas veces perdí datos por no tener preparada la cinta y grabar encima.
Muy poco después llegó a mis manos una máquina de escribir electrónica
(también Philips) con memoria, corrector ortográfico y borrador de errores
tipográficos. Sacudió mi vida académica y también la literaria, pero… yo seguía buscando un procesador de textos
para mi querido y obsoleto MSX.
Me pasé buena parte de mi adolescencia pegado a la hoja y a la pantalla. Lo
mismo me daba por escribir versos pretendidamente románticos que una retahíla de bucles y
subrutinas. Aprendí muchísimo… y también me llevé mis buenas broncas por teclear de madrugada.
Aunque pueda parecer extraño, a tenor de lo que piensan algunos, mi vida social se vio favorecida. Me junté con otros chicos que tenían mis mismas inquietudes y quedábamos casi a diario en casa de alguno de nosotros. A las madres no les hacía demasiada gracia, pero nosotros nos lo pasábamos pipa. Bien mirado, la informática
puede que nos apartara de las lacras que asolaban este país a finales de
los 80.
A fuerza de cabezonería, de mucho insistir, de probar multitud de posibilidades y de invertir muchísimas horas, días y meses (que se alargaron
hasta convertirse en años), al fin logré programar el bendito procesador de
textos de mis sueños.
Para ser honestos, lo logramos. Fue un trabajo de equipo. Diego, Raúl y este
servidor no cejamos en el empeño hasta conseguirlo. Bastante menos sofisticado que lo que ves en la imagen, pero práctico y funcional, que de eso se trataba.
Por fin podía guardar
textos largos y leerlos una y otra vez, modificarlos, borrarlos… ¡Qué sé yo!
Además, ¡acababa de conseguir una disquetera! Creo que los más jóvenes no
podéis valorar en su justa medida lo que eso significaba. Cómo podría explicároslo para que lo entendáis… No, no puedo.
En estas irrumpió el PC y quedé deslumbrado. Corría el año 1992. De pronto,
en la universidad, se me abrió un mundo nuevo: msdos, dBase, WordStar, WordPerfect… Lo más importante para mí en aquel momento era que —por fin— iba a poder
imprimir todo lo que se me antojara, sea lo que significara eso.
Por aquel entonces comencé a escribir mi primera novela: «A las seis y media», un compendio infumable sobre cómo no se debe escribir. Fue mi primer contacto serio con la que sería mi escuela de escritura: la práctica.
Dejo la segunda parte de la historia para otro artículo, pero os hago spoiler: tras un tiempo de producción literaria febril (llamémoslo así), la vida, con su curioso vaivén, me mantuvo alejado durante años de la
escritura y de la programación, que no de la informática, con la que mantuve —y aún hoy mantengo— una relación profesional estrecha, sólida y duradera.
En la actualidad, vuelvo a combinar la escritura de textos literarios con la de líneas de
código y debo decir que ambas salen bien paradas en esta curiosa simbiosis.
La programación me permite analizar problemas o necesidades concretos, centrarme en
buscar soluciones, explorar alternativas y concentrarme en lo importante.
Gracias a ella he aprendido que no hay que tirar la toalla sin intentarlo
varias veces y que hay que pedir ayuda cuando sea necesario. Compartir código o ayudar a otros colegas, te hace generoso y sociable.
Por otro lado, la literatura dispara mi imaginación más allá de los límites impuestos por
la razón y la cordura. Ambas actividades constituyen, sin duda, un ejercicio de esfuerzo y superación personal, de belleza
artística y estética, más allá de su utilidad práctica, si es que la tiene.
Sonrío para mis adentros cada vez que escucho a un padre o a una madre afirmar ciertas… cosas con respecto a la relación que sus hijos mantienen con la tecnología. Lo que
un ordenador o un móvil jamás harán es educar a nuestros hijos por nosotros, pero, sin
duda, son herramientas que pueden estimularlos hasta un punto que ni ellos
mismos imaginan.
No estoy desvariando. Me ha pasado a mí y lo veo cada día en los cursos y talleres que imparto. De hecho, Amanuense es el resultado de un reto que me
plantearon en clase mis jovencísimos alumnos de Python. Un reto que me ha servido de homenaje a una historia que se repite…
Ignoro si Amanuense se merecerá algún día una reseña como el resto de programas que he ido comentando en este blog, de lo que sí estoy seguro es de que Amanuense lo siento tan creación mía como cualquiera de las obras que he publicado y es muy posible que contribuya a la creación de algún texto futuro, más allá de este artículo con el que he estrenado el programa. ¡Ay, los escritores y su obsesión por las herramientas!
Post data: Raúl, Diego y yo seguimos siendo tan amigos como hace 30 años. Diego es profesor de español para extranjeros, Raúl se ha especializado en tiflología y un servidor imparte formación, repara ordenadores, diseña webs… y también escribe cuando puede.
Soy testigo de las sonrisas que esa labor de programación ha sacado de tu rostro. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarEso sin contar las sonrisas por estar a tu lado :-)
ResponderEliminarFelicidades por 👏🏼. Cada día superándote. Es curioso cómo has creado una herramienta que te ayuda a administrar y gestionar tus creaciones literarias.
ResponderEliminarEres una persona con recursos y que se adapta rápidamente a los tiempos nuevos de la digitalización. Se aprende muchísimo de tí. Un abrazo
¡Gracias, Juan! Tu dedicación y las ganas que le echas también resultan inspiradoras.
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