Vista del castillo y pueblo de Miravet (foto del autor). |
Tras desvincularme de la editorial, pero sobre todo del distrés que me producía el mero hecho de pensar en ella, toca reordenar —una vez más— algunas de mis prioridades. Si has leído mi biografía sabrás que me declaro un enamorado de la historia y del patrimonio cultural. Para mi fortuna, esta descripción todavía me define sin necesidad de cambiar ni una coma.
Mi interés por el pasado y sus huellas materiales e inmateriales me ha permitido vivir momentos de lo más varopinto. Me he podido sentir realizado intelectualmente gracias a la investigación, también como profesional en calidad de gestor del patrimonio cultural y —por supuesto— como individuo pensante, sintiente… y vivo.
Parte de todo este ejercicio es preciso realizarlo en soledad, es cierto, pero el resto —que no es poco— puede compartirse con la pareja, la familia o los amigos, dando forma de escapada romántica (nunca mejor dicho) a una recogida de información in situ, disfrazando de excursiones lo que no deja de ser un intento de localización sobre el terreno con tal de conseguir que la historia, esquiva, voluble y caprichosa, se digne a hablarnos una vez más.
Pero todo esto puede perdonarse alrededor de una buena mesa, siempre y cuando uno se guarde para sí mismo que la dieta mediterránea también es patrimonio inmaterial de la humanidad. Bromas aparte, me parece una buena manera más de disfrutar de la vida.
Es precisamente este sentimiento el que echaba en falta como editor. Por varias razones, que no vienen al caso, mi otrora pasión por el libro se tornó un yugo demasiado pesado. Para colmo de males, adolecía de una falta de tiempo crónica que, unida a otras obligaciones adquiridas, me forzó a arrinconar todo aquello que me llenaba, pero que no era «productivo» y que, por lo tanto, resultaba prescindible.
Entonces, la ansiedad hizo su aparición en escena y con el pasar de los meses fue en aumento. El solo hecho de pensar en los libros pendientes de maquetar, en los depósitos por facturar o en los compromisos que había adquirido con los autores, me generaba tal angustia que me resulta difícil explicarla solo con palabras.
Su crecimiento, además de imparable, era exponencial. Se multiplicaba por diez cuando no conseguía cumplir con lo que me había propuesto. Se multiplicaba por cien cuando sentía que le había fallado a alguien. Se multiplicaba por mil cuando el cuerpo y la mente me pedían descanso y la culpa me lo impedía.
Esa misma angustia, que me llevó a pasar días enteros en la cama, se había propuesto paralizar mi vida; sin embargo, no lo consiguió. El cómo y los porqués dan para otra historia.
De modo que, muy poquito a poco y lejos de toda presión, quiero volver mis ojos de nuevo hacia ese «ocio inútil», mirar cara a cara a la historia, hablarle al patrimonio cultural de tú a tú. Sin prisas ni pretensiones y acompañado de mi pareja, de mi familia y de mis amigos. Quién sabe si no acabará despertando también mi otra gran pasión dormida: la escritura. El tiempo dirá.
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