No, la cosa no va de micromachismos. Este que suscribe ya peina canas; más
bien tengo los cabellos grises y blancos, entremezclados, y se asemejan más al
pelaje de un gato siamés que a su color original. ¿Será que voy camino de las
48 primaveras?
Como soy consciente del pasar del tiempo y de la fugacidad de la vida, especialmente desde que tuve un accidente hace ya algunos años, soy muy dado a recordar los momentos que me marcaron.
La elección de la fotografía que ilustra este artículo —una navaja— no es casual. Tampoco lo es el modelo, una Opinel No. 8 como la que poseo. Aunque eso no es lo importante de este relato, sino lo que representa. La navaja, en mi caso, simboliza haber dejado atrás la niñez.
Ese momento aconteció cuando tenía poco más de 11 años. Por aquel entonces ingresé en el seminario mercedario de Reus, lo que significaba que me iba a separar de mi familia y comenzar una nueva vida al margen de ella.
En el comedor del seminario casi no había cuchillos y nunca supe el motivo real. Por seguridad no sería, pues todos mis compañeros tenían sus propias herramientas de corte. Algunos, incluso, poseían unos cuchillos de monte tremendos, pero la mayoría se las apañaba con una sencilla y humilde navaja.
Como no podía ser de otra manera, le pedí a mi padre tener la mía propia. Durante un tiempo me dio largas, pero al final sucumbió a mi insistencia y me dio una navaja que había sido suya. Era parecida a esta, aunque no exactamente igual:
Recuerdo que mi padre se puso solemne al dármela y me dijo algo así como: «Úsala con cabeza, esto no es un juguete, es una herramienta y puede ser peligrosa, porque puedes hacerte daño o hacer daño a otros con ella. Bueno, Fernando, pues ya tienes tu propia navaja, así que ya eres un hombre».
Fernando, no Ito ni Fernandito. Así que lo de ser un hombre nunca me lo dijo —ni yo interpreté— en plan macho ibérico, sino como que para él dejaba de ser un niño. Para ser honestos, no recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas, pero sin duda que ese fue el mensaje que me llegó. En aquel momento, me sentí la persona más importante del mundo y esa navaja me acompañó durante varios años, hasta que volvió de nuevo a manos de su primer dueño.
Algún tiempo después, por mi cumpleaños (a saber cuál), nuestro querido y recordado Michel Jolivet me regaló mi primera multiusos: una Victorinox Waiter. Es complicado expresar con palabras lo que sentí en aquel momento, pero podéis haceros a la idea. Por desgracia, la alegría me duró poco porque partí la hoja cortando una caña de bambú (no os quepa duda de que muy pronto me haré con una nueva).
En fin, de esta manera nació mi admiración por este útil tan nuestro y de ahí que justo ahora decida retomar la afición y hacer crecer la familia con nuevos ejemplares.
En efecto, he tenido muchas, pero la mayoría eran baratas y de muy mala calidad. Algunas se fueron perdiendo por el camino, otras aún las conservo. Me produce una enorme satisfacción observarlas y realizar su mantenimiento para que se conserven en óptimas condiciones durante muchos años más.
No es solo por el objeto en sí, es el reconocimiento al trabajo del artesano que hay detrás, el arte en sus formas y diseño, la avanzada ingeniería de un objeto cotidiano sencillo, su manejo y utilidad, el filo y la ceremonia del afilado, en el que persona y metal se funden en un movimiento rítmico sincronizado, como cuando el monje recita sus mantras y se sume en un estado elevado de conciencia.
Pero, sobre todo, es lo que significa para mí y por eso suelo portar una multiherramienta pequeña y discreta, que me ayuda en mis tareas diarias de mantenimiento informático y en otras actividades cotidianas como abrir paquetes, hacerme el bocadillo o pelar fruta. Porque no he olvidado que, ante todo, es una herramienta y — a estas alturas de la vida— ya no sé ni quiero prescindir de ella.
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