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Mi relación con el libro es muy temprana. Cuenta mi madre que yo ya sabía leer cuando me llevó al colegio por primera vez y que la única manera de poner fin a mis rabietas era darme una revista o que para que obedeciera lo más efectivo era amenazarme con romperla. Me aburría con los juguetes, pero podía pasarme horas mirando algo que llevara letras, no importaba si lo entendía o no.
En la escuela, mi felicidad era plena cuando a final de trimestre la seño nos ayudaba a encuadernar todos los trabajos realizados hasta el momento. Una perforadora de agujeros, un par de cartulinas y un trozo de cordel o de lana hacían la magia. Otras veces podía ser un fastener, unos pasadores con arandela o unas anillas metálicas quienes pusieran orden en aquel caos de papeles. ¡Qué más da! Era un libro, mi libro.
Nada de tijeras (ni mucho menos cúter); los cortes, con punzón, punto por punto. Por supuesto, el diseño de la portada corría por cuenta de cada artista. Confieso que el dibujo no era lo mío, pero eso sí, la letra era otra cosa.
De pequeño, mis padres raramente se negaban a comprarme un cuento, una revista o un libro, lo que fuera si era para leer. Tal era mi obsesión por la lectura que una vez fui al cine a Tarragona y me gasté el dinero del autobús en una revista. Mis hermanas no quisieron pagarme el billete de vuelta (supongo que para darme una lección que nunca aprendí) y tuve que esperar a que regresaran al pueblo, le contaran a mi padre lo que había pasado y este viniera a buscarme. Obviamente, me cayó una bronca de las que se estudian en los libros de historia. No recuerdo haberme arrepentido nunca de ello.
La adolescencia fue para mí una época terrible que se hizo más llevadera gracias a que en el seminario en el que estudiaba había una buena biblioteca, con clásicos y libros más bien técnicos, y dos salas de lectura bien surtidas de novelas juveniles, revistas, diarios…
Además, los frailes fomentaban nuestra creatividad con concursos de escritura, que gané en varias ocasiones, y con clases de redacción los sábados por la mañana. ¡Cuánto le debo al padre Legua! También estimulaban el amor por la lectura regalándonos un libro cada vez que presentábamos el resumen de otro ya leído. Con los que gané y con las lecturas obligatorias de clase comencé a crear, sin saberlo aún, la que hoy es mi biblioteca personal.
Siendo prenovicio visité el museo de la imprenta en el Real Monasterio de El Puig de Santa María y quedé fascinado por la réplica de la prensa de Guttenberg. Además, pude ver las instalaciones en las que se redactaba, editaba, componía e imprimía la revista de la Orden. En ese momento supe que eso era lo que deseaba hacer.
Entonces, comencé a experimentar con mis primeras encuadernaciones que, a pesar de las ganas y el empeño que ponía, al no tener ni los conocimientos ni las herramientas ni los materiales adecuados, resultaron poco menos que un desastre, pero fue un comienzo.
Sin embargo, la vida tenía para mí otros planes y me llevó por caminos insospechados. Aun así, esa llama nunca se apagó del todo y un día llegó a prender. En efecto, aquellos coqueteos con la lectura, la escritura y la encuadernación conformaron años después el germen de mi primera editorial. Pero eso lo contaré en otra ocasión.
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